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Eduardo Infantes Angulo

Homenaje al padre

Publicado: 2010-06-21

domingo 20 de JUNIO de 2010

Una regla de acero inoxidable

Magdalena 20 de junio de 2010

Era el año 1974, tenía 10 años, cursaba tercero de primaria en el entonces Colegio Fiscal de Varones No. 6063 de San Juan de Miraflores.

Mi maestro era don Jorge Montero Sacco. Se le conocía por el apodo popular de “cucharita”. Tenía facciones orientales, una cabeza grande, de faz plana y delgada figura; un dedicado y joven maestro que se iniciaba en la docencia con mi promoción. Forjó en mí la libertad, la justicia, el amor por la patria, la obediencia, la lealtad, la responsabilidad y la solidaridad; valores que hoy son mis más preciados soportes en mi intento por ser mejor persona.

Un día mí profesor solicitó a todos los compañeros del salón traer para la siguiente clase una regla que permitiera hacer el acostumbrado trabajo de subrayar los títulos y subtítulos del dictado de la clase. Como fiel seguidor de mi maestro, debí dirigir presto la solicitud al que ha sido sin duda el primer Maestro en mi formación, sobre todo en mi educación: mi padre, don Eduardo Infantes Angulo.

El Totó, como luego años después lo llamarían mis sobrinas -quienes llegaron a gozar de sus cariños y cuidados-, solo pudo concluir la primaria completa en su ciudad natal, Chachapoyas, capital de la actual Región de Amazonas. La falta de oportunidades y la necesidad de trabajar desde temprana edad no le permitieron continuar la secundaria.

Era un tipo excepcional. Historiador autodidacta, mejor narrador de cuentos e infatigable contador y hacedor de bromas para todos los que le conocieran. No había tipo o persona alguna que no viera en mi padre un hombre bondadoso y bonachón, bromista empedernido, e imitador del baile de Cantinflas con lo cual arrancaba risas que hacían perder la dentadura postiza a quienes gozaban al verlo deslizarse en la pista de baile.

Papá siempre tenía una broma en la punta de la lengua así como una palabra firme para educar en obediencia y lealtad. Recuerdo que siempre se mofaba de su segundo apellido (quizás así nos enseñaba la tolerancia y a tener correa cuando las bromas de los compañeros en el colegio se presentaran) diciendo: mucho gusto, Eduardo Infantes Angulo, más cabeza que “culo”.

Tenía que enfrentarme a ese enorme hombre -para entonces- de brazos firmes, manos duras y callosas, producto de su labor de obrero dedicado al enllante y reencauche de llantas en aquella época.

“¿Papá? Mi profesor nos ha pedido llevar una regla al colegio”. Fue la solicitud, con miedo pero firme que le hacía llegar a mi padre. Esta a su vez sería replicada con una respuesta contundente y lacónica. “¡Será para navidad!” Esa era siempre la forma característica de contestar de papá.

Al día siguiente papá me llamó a su lado y de su bolso de cuero azul y blanco -que siempre cargaba al trabajo- sacó una bolsa negra de plástico de la cual se podía intuir una carga muy pesada. Me miró a los ojos con los sentimientos encontrados de un padre que vivió la dureza de las privaciones de la vida y con la bondad en sus ojos color porquería (así decía él) de entregarme una lección de vida. Me dijo: “Eduardo, hijo, no tengo dinero para comprarte una regla todos los años. Toma estas láminas de acero inoxidable, hay de todos los tamaños. Son firmes y bien delineadas, te servirán para toda la vida, con ellas podrás subrayar tus tareas.”

En mi garganta se generó un nudo. No sabía qué decir. Eso no era una regla. Las reglas tienen números y además al girarlas -como quien juega con ellas- se deslizan imágenes con movimiento. Incluso tienen historias y grabada la marca a la que pertenecen. La mía era un “fierro”.

Mi corazón desolado, confundido, no tenía consuelo. Lo que me esperaba al día siguiente iba a ser duro. ¡Tierra, trágame! ¡No quiero ir al colegio!

Fue una interminable noche de martirio, pensamientos y confusión; no podía aceptar el hecho de enfrentar la burla de mis compañeros. Creo que incluso algunas lágrimas de dolor y vergüenza rodaron por mis tiernas e infantiles mejillas. “¡Ojalá nunca amaneciera!” Sentencié.

¡Faltar a clase! ¡Esa era la solución! Solo, en la tranquilidad del dormitorio compartido con mi hermano menor, Decio, me preguntaba e intentaba una y mil respuestas para la compleja situación que se me presentaba a mí, un niño de diez años. Pero la sabiduría de mi madre era más fuerte que la fragilidad de mis argumentos.

Mamá nos había enseñado a ser responsables, a enfrentar los problemas y no dejar de asistir a nuestras clases. Debo confesar que nunca me obligaron a ir al colegio. Quizás la libertad de no ir al colegio nos generaba a los seis hermanos la responsabilidad de asistir. En mi caso, felizmente, no hubo problema alguno con mis estudios.

Finalmente amaneció y había que enfrentar la situación. No podía imaginarme qué pasaría, o mejor dicho me imaginaba mil cosas y todas y cada una peor que la otra.

Transcurría la clase, sin novedad alguna. Si bien es cierto no estaba tranquilo, albergaba la esperanza del olvido del requerimiento por parte del maestro Montero. En el momento menos esperado, se produjo el infortunio. Era inevitable. “¡Jóvenes saquen sus reglas para subrayar los textos!” Sus palabras se clavaron en mi pecho; el dolor, la ansiedad y la angustia agitaban el ritmo de mi corazón.

Saltaron sobre las carpetas un sinfín de mágicas y coloridas reglas de todos los tamaños. Algunas con historias, al moverlas sutilmente. Era la hora. No había alternativa alguna. Tenía que enfrentar la situación.

Juan de Matta Mármol Lecca, compañero eventual de carpeta de ese año, excelente futbolista (incluso llegó a jugar por el Municipal en primera división) díscolo, inquieto, la flor de la canela; lisura y verbo florido para la ofensa y la broma, reconocido por su fortaleza física, rudeza en sus juegos y peleador empedernido, no dudó un minuto en quitarme mi regla. Mejor dicho, mi varilla de acero inoxidable.

“¡Préstame!” Y sin esperar el consentimiento ya la tenía en sus manos, arrebatándola de las mías. Esperaba lo peor. La risa ensordecedora y la burla de toda la clase que yo suponía, iba a desencadenarse, era ese momento que había estado imaginando durante toda la noche y que había sido el culpable de que considerase la opción de no asistir a clase. Pero, ¿qué paso? Algo inesperado ocurrió. A Mármol, le había fascinado mi regla. Rompía todos los esquemas de lo que se suponía era una regla para un niño. No tenía números, no dibujaba en el vaivén de sus movimientos figuras imaginarias, no tenía colores. Solo el plomo y aplomo de su acero la distinguía entre las demás reglas.

De pronto todo el salón de clase, enterado del novedoso juguete, cual reacción de un efecto dominó, pidió una para subrayar. Las que llevé quedaron cortas. Faltaron muestras de tan curioso juguete para atender la demanda en el aula.

La regla de mi padre, la varilla de acero inoxidable, se había convertido en un juguete para todos.

Creo, sin temor a equivocarme, que en ese mágico momento mi alma volvió al cuerpo. La aceptación por todos de mi modesta y humilde regla, me hicieron amar mucho más a mi padre. Era increíble, él tenía el don de hacer de las cosas sencillas algo maravillosas.

Aún conservo una de ellas. Esa lámina de acero inoxidable que fungía de regla ya no cumple de manera certera su función. El tiempo le ha robado su firmeza pero la experiencia que me permitió mi padre experimentar ha servido para hacerme digno, humano, sensible, modesto e intentar ser más humilde y comprender que incluso en las más adversas situaciones, existe una posibilidad.

Así fue mi padre: de acero inoxidable.

Agradezco las correcciones a este texto de María Pía Sirvent de Luca


Escrito por

Eduardo Infantes Santillán

Libre pensador. Dedico los breves espacios de tiempo libre que tengo a escribir mis cavilaciones insomnes, muchas de ellas sin sentido. Son parte de mi mundo interior que fuga al exterior en el recreo de la libertad irresponsable. Soñador, utopista, libert


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Cavilaciones insomnes

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